
Lisboa 2005, foto: Susana Aparicio
Creo que Lisboa es una de las ciudades más difíciles con las que me he encontrado a la hora de describirla. Quizás sea porque fui a ella sin ninguna imagen preconcebida ya que normalemente siempre tenemos alguna idea sobre la ciudad que vamos a visitar y así, después, nos resulta más facil decir en que se parece o diverge de este pensamiento inicial. Yo, sin embargo, el único equipaje visual que llevaba encima era el de una plaza inmensa a orillas del río y rodeada de arcadas que me habían impresionado durante un viaje de estudios que realicé a la capital lusitana en octavo de EGB –plaza que no ha existido más que en mi imaginación, que la fue modificando a lo largo de los años- y la película de Wim Wenders: Lissabon Story, en la que, más tarde vería, sólo mostraba imágenes de Alfama y donde el sonido era el protagonista principal... sonidos que me vendrían al encuentro en cada esquina de la ciudad haciéndome reconocer esa Lisboa que vá mas allá de sus fachadas con ropa colgada y calles empinadas.
¿Qué decir entonces de Lisboa? Lisboa me impresionó por su sencillez, por tener una majestuosidad que no reside en sus grandes avenidas o edificios sino en sus gentes, en sus intrincadas callejuelas, en sus azulejos descascarados, o simplemente en la interposición de sus mil caras. La que en un principio parece ser una ciudad homogenea resulta estar dividida en tantas ciudades mezcladas, sobrepuestas, enfrentadas, que es dificil describirla de la mano de una sola y, a la vez, todas ellas son Lisboa.
Supongo que la zona más carácterística es Alfama, donde el tiempo parece haberse detenido para mostrarnos sus pequeñas tiendas repletas de frutas y verduras en las que apenas cabe el vendedor, sus bares de barrio en los que dos o tres vecinos, olvidados por el resto del mundo, se sientan a tomar su vasito de vino o cerveza mientras miran con ojos acristalados los turistas pasar con el mismo interes que miran la television instalada en lo alto de la pared: indiferentes. Donde sus habitantes buscan el fresco de la sombra al igual que las lagartijas el sol, y al pasearnos por sus callejuelas se nos mezclaban las imágenes de gente asomada a la ventana o a la puerta, gente hablando en cada esquina, en cada tiendecita, con los sonidos de televisores, niños riendo, llorando, gritando... provenientes de las ventanas abiertas, con sus coladas de mil y un colores expuestas como si de un collage se tratasen. Y siempre, al bajar por esas escaleras el sonido de un violín ensayando sus notas nos acompañaba (el nombre de la escalinata se ha borrado de mi memoria, el sonido sigue grabado en ella...)
Este barrio tiene su origen en la ciudad mora llamada Al-hamma, y como tal es un laberinto de calles, callejones, escalinatas y traversas en las que uno tiene la sensación de estar totalmente perdido pudiendo dar vueltas y más vueltas para acabar volviendo siempre al mismo punto, a la misma plaza, y donde sólo sus habitantes parecen conocer el secreto del laberinto, como el minotauro.
En Alfama se sigue respirando el ambiente del pueblo mozárabe que fué y, cada vez que nos paseábamos por ella, me sentía trasladada a esa España de calles estrechas y húmedas de las que cada ciudad hace gala en su casco viejo pero con el aliciente extra de sus gentes, cálidas y amables siempre dispuestas a tener una conversación con el viajero. Como ese señor ochentoso que nos encontramos en la Praza de San Estebao y que, a la sombra de los árboles, nos estuvo contando como era la Alfama de su niñez, como los jóvenes habían elegido otros barrios de Lisboa con casas más ámplias y nuevas, dejando atrás una población envejecida como sus edificaciones y calles empedradas, mimetizándose con ellas.
Y creo haber descubierto el secreto de Alfama allí, en sus habitantes, en esos ancianos que se pasean por sus calles renqueando, dándole un aspecto irreal, junto a los gritos e idas y venidas de una nueva generación de niños, a veces sueltos, a veces de la mano de sus abuelos (dónde estaban los padres, esa generación intermedia, no lo se), mezclándose de una manera mágica con estos seres del pasado, devolviéndolos de golpe a un presente que, para ellos, no va más allá de las calles de Alfama.
Y creo haber descubierto el secreto de Alfama allí, en sus habitantes, en esos ancianos que se pasean por sus calles renqueando, dándole un aspecto irreal, junto a los gritos e idas y venidas de una nueva generación de niños, a veces sueltos, a veces de la mano de sus abuelos (dónde estaban los padres, esa generación intermedia, no lo se), mezclándose de una manera mágica con estos seres del pasado, devolviéndolos de golpe a un presente que, para ellos, no va más allá de las calles de Alfama.