lunes, julio 18, 2005

Alfama, una cara de Lisboa


Lisboa 2005, foto: Susana Aparicio

Creo que Lisboa es una de las ciudades más difíciles con las que me he encontrado a la hora de describirla. Quizás sea porque fui a ella sin ninguna imagen preconcebida ya que normalemente siempre tenemos alguna idea sobre la ciudad que vamos a visitar y así, después, nos resulta más facil decir en que se parece o diverge de este pensamiento inicial. Yo, sin embargo, el único equipaje visual que llevaba encima era el de una plaza inmensa a orillas del río y rodeada de arcadas que me habían impresionado durante un viaje de estudios que realicé a la capital lusitana en octavo de EGB –plaza que no ha existido más que en mi imaginación, que la fue modificando a lo largo de los años- y la película de Wim Wenders: Lissabon Story, en la que, más tarde vería, sólo mostraba imágenes de Alfama y donde el sonido era el protagonista principal... sonidos que me vendrían al encuentro en cada esquina de la ciudad haciéndome reconocer esa Lisboa que vá mas allá de sus fachadas con ropa colgada y calles empinadas.

¿Qué decir entonces de Lisboa? Lisboa me impresionó por su sencillez, por tener una majestuosidad que no reside en sus grandes avenidas o edificios sino en sus gentes, en sus intrincadas callejuelas, en sus azulejos descascarados, o simplemente en la interposición de sus mil caras. La que en un principio parece ser una ciudad homogenea resulta estar dividida en tantas ciudades mezcladas, sobrepuestas, enfrentadas, que es dificil describirla de la mano de una sola y, a la vez, todas ellas son Lisboa.

Supongo que la zona más carácterística es Alfama, donde el tiempo parece haberse detenido para mostrarnos sus pequeñas tiendas repletas de frutas y verduras en las que apenas cabe el vendedor, sus bares de barrio en los que dos o tres vecinos, olvidados por el resto del mundo, se sientan a tomar su vasito de vino o cerveza mientras miran con ojos acristalados los turistas pasar con el mismo interes que miran la television instalada en lo alto de la pared: indiferentes. Donde sus habitantes buscan el fresco de la sombra al igual que las lagartijas el sol, y al pasearnos por sus callejuelas se nos mezclaban las imágenes de gente asomada a la ventana o a la puerta, gente hablando en cada esquina, en cada tiendecita, con los sonidos de televisores, niños riendo, llorando, gritando... provenientes de las ventanas abiertas, con sus coladas de mil y un colores expuestas como si de un collage se tratasen. Y siempre, al bajar por esas escaleras el sonido de un violín ensayando sus notas nos acompañaba (el nombre de la escalinata se ha borrado de mi memoria, el sonido sigue grabado en ella...)

Este barrio tiene su origen en la ciudad mora llamada Al-hamma, y como tal es un laberinto de calles, callejones, escalinatas y traversas en las que uno tiene la sensación de estar totalmente perdido pudiendo dar vueltas y más vueltas para acabar volviendo siempre al mismo punto, a la misma plaza, y donde sólo sus habitantes parecen conocer el secreto del laberinto, como el minotauro.
En Alfama se sigue respirando el ambiente del pueblo mozárabe que fué y, cada vez que nos paseábamos por ella, me sentía trasladada a esa España de calles estrechas y húmedas de las que cada ciudad hace gala en su casco viejo pero con el aliciente extra de sus gentes, cálidas y amables siempre dispuestas a tener una conversación con el viajero. Como ese señor ochentoso que nos encontramos en la Praza de San Estebao y que, a la sombra de los árboles, nos estuvo contando como era la Alfama de su niñez, como los jóvenes habían elegido otros barrios de Lisboa con casas más ámplias y nuevas, dejando atrás una población envejecida como sus edificaciones y calles empedradas, mimetizándose con ellas.

Y creo haber descubierto el secreto de Alfama allí, en sus habitantes, en esos ancianos que se pasean por sus calles renqueando, dándole un aspecto irreal, junto a los gritos e idas y venidas de una nueva generación de niños, a veces sueltos, a veces de la mano de sus abuelos (dónde estaban los padres, esa generación intermedia, no lo se), mezclándose de una manera mágica con estos seres del pasado, devolviéndolos de golpe a un presente que, para ellos, no va más allá de las calles de Alfama.

miércoles, julio 13, 2005

Cascada de imagenes


Barbería, Lisboa. Foto: Susana Aparicio

A las nueve de la mañana el avión aterrizaba bajo un cielo plomizo que parecía habernos acompañado desde Amsterdam para darnos las bienvenida a nuestra llegada en Lisboa. El desaliento se apoderó de mi "¿pero es que esta maldita lluvia me va a acompañar siempre y a donde quiera que vaya?" -me preguntaba al bajar por la escalerilla.
Un par de horas más tarde nos paseábamos por las calles de esta entrañable ciudad rodeados de luz y calor, provenientes tanto de su sol como de sus habitates. Y es que Lisboa es la ciudad de la luz y los colores, una luz que lo llena todo, unos colores que se funden en su luz. Lisboa es también la ciudad de las mil caras, no hay más que pasearse por Alfama, Moreira, Chiado-Baixa y otras tantas zonas para ver que cada una es totalmente diferente a la otra y sin embargo todas ellas son Lisboa... no sé como voy a explicar todas las impresiones que ha causado en mi la capital lusitana, creo que me he enamorado de ella como lo hice en su día de Amsterdam.

Mi primera imagen, consciente, de esta ciudad se presentó al bajarme del autobus arrastrando mi maleta en la plaza Pedro IV: la calle lateral que la rodeaba estaba llena de limpiabotas trabajando, betún y trapo en mano, sacándole brillo a unos pares de zapatos que los miraban agradecidos (cruce de imágenes en mi cabeza: aparece la escena de la de la película de Wim Wenders "Lisboa Story" en la que un limpia botas le pone betún blanco a la pierna enyesada del protagonista). Después de esto se desataría una cascada de imágenes que no pararían hasta el final de trayecto del mismo autobus, cuando nos devolvió al aeropuerto para tomar el avión de regreso.

Barberías estrechas y profundas, con sillones de principios del siglo pasado y un espejo que cubría todo un largo de pared, los clientes tumbados sobre estos sillones cubiertos por una capa blanca, inmaculada, parecían adormecidos mientras el barbero los afeitaba; cabeleireiros (peluquerías) en primeros pisos que dejaban adivinar através de las ventanas sus actividades mostraban atrevidamente los secadores de permanente alineados junto a la pared; pastelerías revosantes de dulces de todos tipos y tamaños me llamaban constantemente desde cada esquina, cada pendiente, invitándome a probar uno más antes de irme; tiendecitas especializadas en cualquier cosa que se te pueda ocurrir (botones, guantes, puntillas) parecían estallar, haciendo salir su contenido interminable entre las costuras de las cuatro paredes que lo contenían.

"Tengo gafas de sol" -nos decía un paquistaní(?) mostrándonos unas gafas tipo ojos de mosca que tan de moda están en Portugal este año, mientras nosotros, absortos, mirábamos ese desfile de tiendas y espacios repletos de cachivaches y personas.
"Nao, obrigada/o" -le contestábamos nosotros.
Y entonces, hechando una mirada de reojo, añadía: "¿Chocolate?" -y nos mostraba un trozo de piedra (hachis) que tenía en la otra mano.
A lo que le volvíamos a contestar "Nao, obrigada/o".
Esta escena se repetiría incesantemente entre las plazas Pedro IV y Comercio como si la grabación no acabase de convencer a un director de película anónimo. Esta y la de un jovencito tocando el acordeón, sentado en el suelo mientras un perrito que no mediría más de 25cm de altura mantenía un botecito en alto, entre sus dientes, imperturbable, pidiendo dinero para su amito... más tarde vería que eran dos los jovencitos y dos los perritos, tán parecidos entre sí como dos gotas de agua.

Un remolino de objetos, colores, olores, sabores, palabras y sonidos que no acababan más que comenzar...