"En mi cabeza, la calle". Serie Postales de Barcelona. Martín Podder
Como dice en un capitulo el narrador de "A la búsqueda del tiempo perdido" de Marcel Proust, hay lugares que reciben una belleza o un significado especial en nuestra mente debido al estado emocional en el que nos encontramos en algún momento determinado.
Todos tenemos rincones en nuestras ciudades que nos traen una imagen a la memoria que sólo nos dicen algo a nosotros, y cuando pasamos por ellos nos llenan de sensaciones mientras que nuestro eventual acompañante no nota nada de ellas y las atraviesa indiferente. Esto mismo nos sucede con olores o pequeños fragmentos de imágenes que de repente nos pueden transportar a otros momentos y lugares.
Son postales mentales que llevamos siempre con nosotros y nos acompañan en nuestros viajes y paseos diarios.
Entre mi colección de postales mentales tengo una paleta de colores que sólo le corresponde a Holanda. Es una paleta de colores grises, verdes y ladrillo que a veces me asaltan sin el menor aviso y me hacen disfrutar de las cosas más tontas, son imágenes de campos de un verde profundo recortadas sobre el gris plomizo del cielo, que aún los hacen parecer más verdes, salpicados de manchas blancas que no son otra cosa que vacas pastando y que de repente toman el tono justo mientras pasan a mi lado por la ventanilla del tren.
Tonos de gris y verde que sólo he visto juntos aquí, en Holanda, y que son totalmente diferentes de los grises y verdes de España. Tonos que traen sensaciones sin definir a mi cabeza como si de postales desvaídas se tratase de las que se ha borrado la dirección del remitente, tonos que traen recuerdos de un sitio lejano sin que éste lo sea (estoy en él!), confundiéndome y extrayéndome del momento en el que me encuentro, dejando postales grabadas en mi cabeza que llevaré conmigo en otros viajes, sobreponiéndolas a las imágenes que tengo frente a mi.
Esto mismo me pasa con Amsterdam, ciudad de color gris y ladrillo, cubierta de una pátina nostálgica que cubre todas sus calles. Nostalgia de una ciudad que, quizás, nunca llegó a ser y que ahora abarrotada de turistas y postales en papel barato -que pretenden sustituir a las imágenes mentales que algún familiar lejano todavía no ha podido formar de la ciudad por no haber estado en ella- intenta remitir a un pasado incorporado en nuestra cabeza por esa idea romántica creada por películas, documentales, libros o -una vez más- postales baratas que alguna vez recivimos de un familiar o amigo. Postales que porcierto ahora son sustituidas por imágenes en internet o libros de fotografía, imágenes sacadas de contexto en las que sólo se dejan ver sus casas y canales pintorescos, iluminadas por un sol que rara veces nos acompaña y en el que estrés de la vida diaria no tiene cabida.
Amsterdam, ciudad que adoro, es para mí la ciudad del eterno cielo gris, ladrillos rojos húmedos y olor a lluvia. El ladrillo me acompaña donde quiera que vaya, sin importar si uno se encuentra en el centro o en algún barrio periférico, ya que el ladrillo es el material por excelencia de este país del tamaño de una cáscara de nuez donde todo parece acomodarse a su escala.
País del ladrillo donde Rietveld tubo tanta dificultad para introducir sus casas inmaculadamente blancas junto a las rojas de sus vecinos, disgustados por esa omisión del material "rey".
Postales de colores que me envuelven cada día.
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