
Xul Solar
Tengo tres amores que resumen todos los que he tenido y, quizás, todos los que llegue a tener. Dos de ellos no me han pertenecido nunca y seguramente me serán siempre ajenos. El tercero, que también puede ser el primero según como se lo mire, es el más cercano a mi y a la vez el que más lejos en el tiempo está, no importa si miro hacia delante o hacia atrás. Y en cada uno de ellos puedo encontrar entre sus plieges y callejones sin salida otros tantos amores que al final vuelven a ser los tres iniciales.
El primero es un amor que ya pasó, que sigue ahí presente como un fantasma que me rodea todos los días, es un amor nostálgico que se ha quedado congelado en sus fachadas, fachadas que quieren evocar un pasado que seguramente nunca exisistió pero que igualmente quiere subsistir en nuestra memoria. Algo así como el libro de poemas que Borges escribió a su vuelta en su ciudad natal: "Fervor de Buenos Aires" (1923). Poemas con los que quería dejar grabada la ciudad de sus recuerdos y que quizás sólo fuesen eso, un recuerdo desdibujado de tanto traerlo a la memoria. Esto mismo sucede con mi primer amor, pero sus recuerdos quedan grabados en ladrillos en lugar de en palabras y sus calles sólo dejan adivinar momentos pasados, escondidos en la penumbra de sus escaleras hundidas. Este primer amor, o el último según como se mire, es Amsterdam. Amsterdam representa para mí un paso de tiempo contenido, una escena de película atascada en una imagen que se niega, entre chirridos, a dar paso a la siguiente secuencia. Una imagen preciosa y persistente parada en el tiempo.
Mi segundo amor, el más apasionado de todos ellos, se debate entre la caida precipitada al vacío para después volver a emerger como en un torbellino de agua y el estallido de las burbujas de sus calles, entre sus librerías y sus cafés, sus tangos y sus folletos coloreados tirados por el suelo. Es un amor que te puede arrastrar hasta lo más alto y dejarte ver como funciona el mundo a tus pies para, un segundo más tarde, dejarte caer pesadamente por la rejilla más oscura. Este amor es un brillante opaco al que hay que sacarle brillo poco a poco, par no dañarlo, para que no te dañe. Su magia cautivadora sale de sus calles llenas de baches que hacen resaltar con más ahínco su arquitectura orgullosa, sus elevadas fachadas que miran al cielo desafiándolo; sale de sus habitantes, exaustos de tanto correr por sus aceras, de correr y no llegar, de llegar para volver a empezar. Este segundo amor, el más frenético de todos, es Buenos Aires. Buenos Aires me atrae como el canto de las sirenas a Ulises desde el primer día que la pisé: San Telmo, Palermo, La Recoleta... Buenos Aires es esto y mucho más, porque cada vez que pienso en sus calles veo también las de muchos otros pueblos y ciudades del interior, veo sus casas quemadas por el sol, su cuadrícula inagotable que Borges -una vez más Borges- tan bien describió en sus poemas. Buenos Aires representa para mí todo eso que puede llegar a ser o quedarse en el camino, es la apuesta personal a la que jugamos todos en esta vida.
Mi último amor, o el primero de todos no lo sé, toma forma en el olor a jazmín del Uruguay, en sus colinas verdes y brillantes, en sus playas mansas y azules, en sus casas coloreadas del interior, en su capital, Montevideo, decaida y orgullosa, en sus gentes amables y vuelve a traer en mi el recuerdo de mi otro amor que se confunde con este, que acaban siendo uno mismo. Uruguay me trae recuerdos de mi patria, España, de mi tierra, Aragón. Trae de nuevo el recuerdo de unas mismas colinas, amarillas de espigas de trigo, por las que corría de pequeña formando dibujos que más tarde observaba riéndome en lo alto de algún montículo cercano, de unas playas con olor a crema de sol abarrotadas de turistas, de los pueblecitos blancos del sur, de la gente norteña ruda y cálida. Y vuelve a mi ese olor que lo impregna todo, que llena todo el aire a mi alrededor del perfume del jazmín como un amor platónico, lleno de paz. Un amor que se dibuja en una casita a orillas del mar, una casita con una biblioteca con olor a cuero y libros viejos, una biblioteca que da a un jardín llenos de flores y al fondo una tortuga descansa a la sombra de los árboles.
Estos son mis tres amores, amores que siempre me acompañan como si de uno sólo se tratase, amores en los que perderse para regresar un poco más tarde con la cabeza en los pies y el corazón en las manos.